Septiembre de 2016. Sábado. Cinco de la tarde. Lautaro Delgado camina rápido y gesticula con vehemencia sobre el escenario de Timbre 4. Parece nervioso. O alterado. Habla fuerte. Casi grita. Interrumpe. Está agresivo. No parece Lautaro Delgado.

Año 2012. Cine Gaumont. Camina encorvado en la pantalla. Vive en la oscuridad. Como si viviera en ese mismísimo cine. No habla. Observa. Escucha. Como si estuviera en el cine. Es Lautaro Delgado. Pero no es Lautaro Delgado.

Tres años después. Camina por un pasillo del Hogar San Martín. Los tacos de sus botas rojas retumban con eco. Llega a una especie de galpón vacío, oscuro, sucio. Y salta. Tira golpes y patadas al aire. Hace lagartijas. Corre. Su top y su short de jean apretados no logran contener la elasticidad de sus movimientos. Alguien lo llama. Se pone la peluca larga y negra y camina hacia el set. Deja de ser Lautaro Delgado. Aunque antes tampoco parecía serlo.

Año 2006. Tiene la barba crecida. Está sucio y desprolijo. Mal rapado. Lastimado. Tiene miedo. Está por escaparse de un centro clandestino de detención en 1978. Lautaro Delgado no es Lautaro Delgado. Es otra persona. Aunque tampoco. Años después dirá que es un signo.

Octubre de 2016. Está contento, pero intenta esconder su ansiedad y nerviosismo. En la oscuridad, se toma de la mano con su colega Diego Cremonesi. La actriz Ana Celentano dice su nombre. “Lautaro Delgado”. Segundos después, baja la escalinata. Sube al escenario y da su discurso, con el premio en la mano. No se parece al de la oscuridad de aquella sala del Gaumont. La pregunta, otra vez: cómo hace.

Un mes antes. Andamio 90. Sentado en un pupitre, Lautaro Delgado da una clase sobre el manejo del tiempo y el espacio. Dice que actuar es, en buena medida, dominar los tiempos de la acción y el entorno en la que ésta se lleva a cabo. Parece algo dicho por un mago, y todo cobra sentido. La pregunta. Cómo hace. Cómo hizo.


Nació en San Martín, Gran Buenos Aires, el 21 de mayo de 1978. El mismo año en el que, casi tres décadas después, se escapará de un centro clandestino de detención. Hijo de los psicoanalistas Osvaldo Delgado y Alicia Tymruk, y hermano de Natacha, se crió y creció en La Paternal.

Como buen vecino de su barrio, fue hincha de Argentinos Juniors. Treinta y ocho años después también dice serlo, pero no tanto como en la época en la que al Bicho le decían “Los Globertrotters de la Paternal”, mientras cursaba el cuarto grado en la Ingeniero Álvarez Condarco de Villa Ortúzar, frente al Hospital Tornú. “Estaban Redondo, Cáceres… Era un equipazo. Ahora hace mucho que no voy a la cancha y, si me preguntás quién juega hoy en Argentinos, no lo sé”, dice.

Igual, el fútbol nunca fue lo suyo. “A él le gustaba mucho disfrazarse, inventar cosas y dibujar. También la música. Y la magia”, revela su padre. Su madre esclarece: “Antes que actor, él decía que iba a ser mago”.

Décadas después aprendería, y enseñaría, a dominar el tiempo y el espacio. Uno de sus trucos.


— Era como tímido, pero no lo era. Él podía transformarse en cualquier cosa. Ya de chico, jugando, era así. Esas cosas que podemos ver ahora, que cambia tanto para cada personaje y que hoy lo hace con tanto trabajo y profesionalismo, ya de chiquito él lo hacía como un juego. Era muy meticuloso y detallista, y muy constructor. Así como ahora construye sus personajes y el mundo de sus personajes, también de chico construía sus personajes de juego y sus munditos.

Lo que no cuenta su hermana Natacha es que esos munditos reconstruyen al constructor. “Cuando hago un personaje hay como un corrimiento de mí. No es que dejo de ser yo, soy todo el tiempo yo. Pero hay algo de la historia del personaje que te queda. Por eso, cuando termino una película o una obra para mí es una especie de duelo. Porque me despido no sólo del personaje, de una forma de ser en este planeta que puede ser muy hermosa, sino también del mundo del personaje. No me despido de un sujeto aislado, sino de un sujeto con y en su mundo”, explica.

Lo que ninguno de los dos cuenta es cuánto queda de esos mundos. Cuánto permanece. Cuánto, ni qué, cambia para siempre.

Lo que ninguno de los dos cuenta es cuánto queda de Lautaro Delgado.


Nunca más voy a hacer una película sobre la Dictadura. Eso piensa en 2005, en pleno rodaje. Se lo promete. Lo decide. No quiere pasar por ese sufrimiento. Nunca más.

Yo hice este aporte a la cultura de mi tiempo. Eso piensa en 2006, cuando ve la película terminada. Está orgulloso. Y siente que todavía puede vincularse con ese pasado desde un plano intelectual. Pero no desde uno emocional. No sin que le duela.

Tiene que ver con mi historia familiar. Eso sabe en 2005. Desde siempre. Y su padre también. “Yo fui un militante revolucionario muy comprometido y todo lo que vivíamos en casa con el clima de esa época repercutió”, cuenta Osvaldo Delgado. “Por eso mis dos hijos tienen una sensibilidad social tan grande. En mayor o menor medida, vivieron por nosotros lo que se vivía en esa época. La desaparición de compañeros, los cambios de trabajo, las reuniones… Lautaro sabe todo eso. Además, su abuelo, mi padre, murió en Tucumán en la época de la Dictadura en una situación muy oscura”.

Tiene que ver con el compromiso. Eso sabe en 2005. Desde siempre. Y en 2016 dice: “Para mí actuar y ser actor tiene que ver con una responsabilidad hasta cívica. Yo no creo que me meta en los personajes. Yo creo que me comprometo con ellos y me hago cargo de su historia”.

Quizás por eso mismo no podrá cumplir con su promesa.


Lautaro Delgado llora frente a un cuaderno de notas y un grabador extraños.

Hablaba de Combatientes (2013). Sobre cómo había construido al teniente Augusto López Cabral, a su mundo. Muestra su carpeta del guión, llena de anotaciones en birome, dibujos, con la chapa militar de identificación de su personaje colgando del anillado. Cuenta que un día, en el rodaje, mientras anotaba en esa misma carpeta cosas y frases de charlas que había tenido con soldados y oficiales, y de discursos de militares que había visto en YouTube, se le acercó Tomás de las Heras, uno de los guionistas y directores de la miniserie. Que le dijo una cosa re linda, porque a veces el trabajo de los actores se ve solamente cuando están en escena. Quería que supiera que él se daba cuenta de todo lo que estaba trabajando. Del trabajo previo que había hecho antes de ir a filmar… Y se frena. Y se le mojan los ojos. Su boca hace una mueca. Y aparecen las lágrimas.

“Perdoname, estoy sensible”, dice. “Es que ver el trabajo del otro. Eso es algo que en esta profesión no es gratuito, porque hay mucha competencia. Como que fue un abrazo, eso”. Hace una pausa. Después, dice: “Meterse a hacer la Guerra de Malvinas puede ser una berretada, o te podés poner a investigar realmente, y es algo muy duro. Hablar con ex combatientes es tremendo. Tremendo”.

Horas después, su esposa confirmará que su personaje de Combatientes lo afectó mucho. Pero, ¿qué lo hizo llorar?


Natacha es cinco años más grande. Y él siempre se llevó con su hermana mayor. “Siento que me abrió mundo”, dice Lautaro Delgado. Y se refiere no sólo al mundo del teatro, al que accedió casi de su mano, cuando ella les dijo a sus viejos que quería ir a clases de actuación. También lo introdujo en uno de los mundos más misteriosos e interesantes para un varón: el de las mujeres y lo femenino.

Natacha cuenta que cuando iba a jugar a lo de una amiguita o a algún asalto, siempre se lo mandaban. Que él se la pasaba chusmeteando todo y mirando a las chicas más grandes. Que siempre le gustó mirar y estar con chicas más grandes. “También, por ejemplo, le hacía practicar cómo besar a una chica. Él me preguntaba cómo era, y entonces yo le mostraba con el brazo. Y se chupeteaba todo el brazo practicando cómo dar un beso. Así, un montón de cosas”.

Años después, entre todas las mujeres que conoció gracias a Natacha, conocería a la más importante de su vida. La que más conoce y la que más lo conoce.

Años después, y también en gran parte gracias a su hermana, sabría cómo besar a un hombre como una mujer.


Lorena Muñoz también llora. Lo mira y no puede contener las lágrimas. “Fue en el casting. Estaba interpretando una escena y me conmovió. ¡Me conmovió su casting, así que imaginate!”, cuenta la directora de Gilda: No Me Arrepiento de Este Amor (2016), sobre por qué eligió a Lautaro Delgado para interpretar al marido de la ídola muerta. “Yo quería decirle ahí mismo que el papel era suyo, pero la directora de casting no me dejó porque había otros actores que tenía que ver el mismo día y no podía ser tan maleducada. Pero yo sabía que era él. Me aguanté hasta unos días después, cuando me lo crucé en una fiesta. Ahí le dije: ‘vos sos Raúl Cagnin’”.

Pero tampoco es Raúl Cagnin.

Carlos “el Gallego” García también llora. Igual que él. Están en el bar “La Academia”, en pleno centro porteño. Es la primera vez que se ven cara a cara. “Teníamos muchas ganas de conocernos. Cuando nos vimos, nos dimos un abrazo muy fuerte y emocionante. Fue muy lindo”, dice el hombre que en 1978 se escapó de un centro clandestino de detención. El mismo que fue interpretado por Lautaro Delgado en Crónica de una Fuga (2006).

— Cuando nos vimos con el Gallego fue muy loco. Porque sentimos eso de ‘yo soy vos y vos sos yo’. Y hay algo mágico que está en el medio, que no soy yo ni es él: es el personaje. Es como un signo.

Y revela parte del truco:

— Para mí un personaje es una entidad, construida como una singularidad. Cuando ves una película o una obra hay que encontrar personas, no actores.

Parecer y no parecer. Ser y no ser. Esa es la cuestión.


Antes estuvo el teatro. Desde antes del teatro mismo. Y siempre con Natacha.

Primero, cuando se disfrazaban y jugaban. Y jugaban a disfrazarse. Como las veces que se vestía de Superman (su superhéroe favorito, con cuya versión vernácula terminaría besándose décadas más tarde) y su abuela le pedía que se bajara del techo. O como cuando tuvo paperas, se puso una barba blanca y un gorro rojo y se convirtió en un mini Papá Noel.

Después, con sus primeras obras escolares. Para su papá fue una representación de Cabaret. Para Natacha y su mamá fue cuando hizo de un espantapájaros que quería ser libre, en una obra de la primaria cuyo nombre no recuerdan. “El espantapájaros sufría porque estaba clavado en la tierra, y a Lautaro se le caían las lágrimas actuando. Tenía 6 años y la gente se quedó con la boca abierta”, cuenta Natacha.

Fue ahí cuando se dieron cuenta de que iba a ser actor. Y, siempre con Natacha, lo anotaron en la escuela de la legendaria Alejandra Boero. “Para mis hijos era como una segunda casa”, dice Osvaldo sobre ese semillero de actores, directores y artistas que luego pasaría a llamarse Andamio 90. Y para Lautaro Delgado era el único lugar al que no tenían que decirle que fuera. Y del que no quería volver.

“Aprendí muchísimo. Amaba ir. Aunque por momentos fuera medio estricto. La técnica era como medio de la Unión Soviética”, dice, con brillo en los ojos y lanzando una de sus típicas risotadas secas (algo así como un “¡JA!” seco, con signos de exclamación y en mayúsculas). “Si llegábamos tarde, no entrábamos a clase. Si no sabíamos la letra, tampoco. Pero lo que sucedía ahí era muy mágico. Todo el campo mental y sensorial que nos abrían… Era como una escuela de chamanes para mí”.

Ahora, sentado en un pupitre de una de esas aulas, da una clase sobre el manejo del tiempo y el espacio. Y todo cobra sentido.


Sus labios se encuentran con los de él. Y Lautaro Delgado se deja llevar. Ya no está nervioso, ni ansioso. Es su primer beso como mujer.

— Cuando tuvimos que hacer la famosa escena del beso entre Nafta Súper y Lady Di, Lautaro era el más preocupado de todos.

Juan Palomino habla de uno de los momentos cúlmines y más memorables de Kryptonita (2015). “Quería saber cómo iba a ser, cómo lo íbamos a encarar, de qué forma. Y yo simplemente le dije: ‘te voy a besar’. Me volvió a preguntar cómo, de qué manera, y yo volví a decirle: ‘te voy a besar, Lautaro’. Lo que pasa es que él es un actor con una formación muy sólida, clásica diría, en el sentido del método de la actuación. Un actor con un trabajo muy arduo, tanto previo como durante el rodaje. Yo soy todo lo contrario. Creo que soy más intuitivo en el momento en que sucede la escena”, explica.

Para Nicanor Loreti era un papel dificilísimo. Tanto, que hasta pensó en dárselo directamente a una mujer. “Era muy complejo que alguien pudiera meterse en ese personaje y salir airoso, como terminó haciéndolo él. Debía ser un actor tan bueno que no hiciera el ridículo y que la rompiera haciendo ese papel. Nunca pensé que alguien iba estar lo suficientemente loco como para pedirme ese personaje”, dice el co-guionista y director del film en el que Delgado interpretó a una chica trans y delincuente de Isidro Casanova.

Loreti lo tenía en mente para el papel del Tordo (que terminó interpretando Diego Velázquez), pero él le pidió hacer de Lady. “Sentía que hacer de ella era atravesar un umbral que nunca había atravesado, y que realmente era un riesgo para mí. Sabía que podía equivocarme muchísimo y quedar como un ridículo, por hacer de un personaje precioso una pelotudez. Pero me implicaba un desafío enorme”, dice, antes de ganar su primer Cóndor de Plata gracias a ese rol.

Como siempre, hubo un truco. “Cuando lo trabajamos, yo le decía que no se convirtiera en una loca. Que lo único que tenía que hacer era liberar la parte femenina que todos tenemos y que por su genitalidad le estaba vedada”, cuenta Karen Bennett, la música, artista, docente y activista trans que aceptó ser su coach. “Liberala y combinala con tu masculinidad. Eso es ser humano. El resto es estar en una especie de obediencia al sistema. Ese es el concepto con el cual trabajamos a Lady Di”.

Ser para no ser.

Ser y no ser.

Y el truco hizo efecto. “Cuando lo vi vestido como ella por primera vez me pasó algo muy fuerte. Sentí que ella siempre había estado ahí. Que existió. Que jamás la imaginé yo. Que sólo conté que existía”, cuenta Leonardo Oyola, creador de Lady Di y autor de la novela en la que se basó la película. “Cuando vi lo que hizo en la peli ya terminada, no pude evitar emocionarme hasta las lágrimas. Y querer abrazarla. Y después a él”.

Sus labios se separan de los de ella. De los de él. Pero los ojos de ambos siguen juntos. Ella sonríe. Luego suspira. Él también.

— Hoy puedo asegurar que el mejor beso que di en el cine se lo di a Lautaro Delgado.

Lo dice Palomino, el que se lo arrebató.


Mirko Callaci, el reconocido mago argentino que vive en China, fue quien lo introdujo en la magia de manera más formal. En la magia como arte y disciplina.

Una tarde se lo propuso: le dijo que sería un gran mago. Lautaro respondió con la misma moneda: le dijo que él sería un gran actor.

Aceptó la propuesta y, durante el rodaje de Crónica de una Fuga (plena época de revelaciones mágicas), cursó en la Escuela Fu Manchú, fundada por el mismísimo y legendario ilusionista. “Era inevitable ese paso por la magia. Creo que él es un personaje mágico de por sí, y además sabe que nutrirse de muchas artes afines le da más conocimientos y herramientas a la hora de actuar”, reflexiona hoy Callaci.

Lautaro Delgado, en el fondo, siempre lo supo. “Dicen que los magos necesitan un 30% de conocimientos mágicos y un 70% de conocimientos actorales. Un mago es actor. El efecto de desconcierto que produce sobre el otro, el efecto mágico… Lo que sucede en el cuerpo del actor es como una especie de milagro. De repente es el actor y de repente lo dejás de ver. Cuando alguien me dice que yo le produje eso…”. Hace una pausa dramática. Suspira. Sonríe. ¿Abracadabra? No. “Misión cumplida”, dice. Casi.


Antes estuvo la música. Antes que las mujeres. Antes que el teatro. Antes que la magia. Bueno, nunca antes que la magia.

“Antes que estudiar actuación, antes que todo, lo que más quería era una guitarra eléctrica”, cuenta, con la portada de “El Tesoro de los Inocentes” del Indio Solari en su pecho. Está en su estudio personal, rodeado de instrumentos musicales. Hay dos bajos (uno tiene forma de violín, como el de Paul McCartney), un Octapad y algunos instrumentos creados y construidos por él mismo. Entre ellos, un cajón del cual sale un tubo largo que hace un ruido fuerte, grave y raro. Y, claro, una guitarra eléctrica. Aunque no es la Faim que después de tanto insistir le compraron sus viejos, cuando tenía 12. La que no quería soltar en ningún momento. Y menos cuando lo mandaron a estudiar con Frank Ojstersek, bajista de Spinetta Jade y Suéter. “Me encerraba a practicar cinco horas por día. Quería ser músico”, jura.

Siempre tuvo bandas. Sobre todo cuando cursaba la secundaria en otro semillero de artistas: el colegio Nicolás Avellaneda de Palermo. Durante esos cinco años, con distintos compañeros, formó tres grupos de rock: El Síntoma De Los Burócratas Rusos (“queríamos ser Los Redondos”), La Ciega (“era más loca, en una onda parecida al período experimental de Pink Floyd”) y Divertimento de Osos Blandos (“mi mejor banda”). Con éste último, el último de su adolescencia, tocaba una música, dice, más relacionada con lo que toca ahora. Algo así como esto.

“En realidad Lauta es un rockero. El chabón es un rockstar que no quiere repetirse”. Emiliano Romero encuentra un link entre su amor por la música y la actuación: “Él tiene como un latiguillo: cuando le gusta una toma grita ‘¡ROCKANROL!’. Es como esa sensación de rockearla. No es un snob o un intelectual, es un rockero, y me parece muy importante que eso quede claro”.

Él lo confirma, sin saber lo que dice quien lo dirigió en Topos (2012), aquella película del Gaumont:

— Nunca pensé que iba a ser actor. Y no me interesaba la vida del actor, porque no me interesaba el lado careta. A mí me interesaba y me sigue interesando la actuación en la medida en que sea un posibilitador de descubrir comportamientos y de entender al ser humano.

Suena a intelectual. Pero sincero. En verdad “no careta”. Si fuera un rockstar, pero literal, sería un Zappa. O un Bowie. O el de su remera.


Recién después estuvo el cine. Después de la tele. De la fama repentina. De no querer saber nada más con la actuación. Y de la fiesta de Natacha.

— Lo conocí en un cumpleaños de su hermana. Y empezamos a salir ese mismo día. Hasta hoy, que seguimos juntos.

Alina Baruj, la mujer que más conoce y que más lo conoce, habla de aquel momento en el que empezó todo para ellos. De aquella época en la que terminaba, y también comenzaba, todo lo otro en la vida de Lautaro Delgado. “Cuando nos pusimos de novios empezó a dejar la TV y la actuación. Ya habían pasado Montaña Rusa: Otra Vuelta (1995) y las demás tiras, y estaba arrancando a hacer otras cosas”.

Primero fue el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda. Ahí aprendió sus primeros trucos. Después, la FUC. Ahí, como estudiante de dirección, llevó a cabo sus primeros hechizos.

“El cine es el arte del detalle. Y él es muy detallista, por eso le gusta tanto. A él le encanta componer cada plano hasta en lo más mínimo”, dice Emiliano Romero, que lo conoció en esos primeros pasos. “Por eso Lautaro es tan buen actor de cine: sabe de dirección y actúa con una perspectiva cinematográfica. Es como un actor-codirector”.

Y por eso Lautaro nunca dejó de actuar. No podía. Ni siquiera habiéndoselo prometido, como haría después con las películas sobre la Dictadura. “Viendo hacia atrás me doy cuenta de que necesitaba ese cambio de timón. Siento que con el cine reseteé mi carrera. Que volví a empezar”.

Recién después llegaron sus primeras obras independientes. Los primeros elogios de la crítica. Las primeras participaciones en películas. Su casamiento con Alina. Crónica de una Fuga. Su primer protagónico en cine. Y una nueva vida. “En el momento en que lo llamo para decirle que iba a ser el protagonista de Caño Dorado (2010), Lautaro estaba con el Evatest en la mano. Se enteró de su primer protagónico y de que iba a ser papá al mismo tiempo”, cuenta Eduardo Pinto, el que le dio esa gran oportunidad.

Meses después llegó Matías. Tres años y medio más tarde, Facundo, su segundo descendiente. Y, con ellos, la perpetuación en el tiempo. Y en el espacio.

Ocho años después, sigue perfeccionando ese truco.


No tengo la menor idea. Eso responde a la última pregunta. “¿Qué querés lograr con y en tu carrera?”. Y la respuesta fue esa. Pero antes de que se apague el grabador, dice:

— La verdad es que estoy totalmente agradecido. Y en este momento estoy saciado. Miro los proyectos en los que estuve y los mundos que transité y me siento muy orgulloso y feliz. Porque creo que en cada trabajo fui con lo mejor que tenía. No tenía nada más para dar que lo que di. Y estoy muy contento con el resultado. Ahora estoy abierto a las sorpresas. No sé cuál va a ser el personaje que voy a hacer el año que viene, porque hoy por hoy no tengo nuevos proyectos. Hace mucho que no me pasa esto de decir ‘no sé’. Y está bueno no saber. Lo único que sé es que quiero volver a hacer magia.


En la tele, como por arte de magia, aparece Michael Caine. Pero no es Michael Caine. “Todo gran truco consiste en tres actos”, explica. ¿Es una señal?

“En el primero, el mago te muestra algo ordinario: un mazo de cartas, una paloma o un hombre. Te muestra el objeto. Quizás te pide que lo inspecciones para que veas que es real, inalterado, normal. En el segundo acto, el mago toma lo que te mostró y le hace hacer algo extraordinario, como desaparecer, por ejemplo. En ese momento, seguro estás buscando cuál es el secreto. Pero no lo vas a encontrar, porque, por supuesto, no lo estás buscando en serio. En realidad, no querés saberlo. Querés ser engañado. Pero todavía no aplaudís. Porque hacer que algo desaparezca no es suficiente: lo tenés que traer de vuelta. Esa es la razón por la que cada truco tiene un tercer acto. Y esa es la parte más difícil”.

Recuerdo las veces que vi a Lautaro Delgado.

Las veces que no lo vi más.

Y las veces que volví a verlo.

Creo que ya sé cómo hizo.

Cómo hace.

Pero en realidad no lo sé. No del todo.

En realidad, no quiero saberlo.

Me acuerdo de cómo se llama la película que estoy viendo.

Ya tengo el título para la nota.